Bam Bam Miranda: Patrón Rítmico

Por kuartetoadm | 4 de marzo de 2007, 13:16
Hay formas y formas de golpear una superficie. Bam Bam Miranda sugirió hacer la entrevista en horario matutino, pero cuando se llama a la puerta a las 10, el percusionista más venerado del país deja una mueca que permite apreciar su arrepentimiento. Aun así, atiende gentil, en calzoncillos. Semidesnuda, su delgada humanidad no comunica lo grandioso que puede resultar cuando está frente a una cuerda de tambores o sobre un cajón peruano.

Miranda nació en Lima, Perú, el 11 de junio de 1956. Tiene 50, y lleva 15 en Córdoba, donde se estableció tras conseguir una vibración especial con Carlos “Mona” Jiménez. El cuartetero es el culpable, entonces, de que Bam Bam vaya de barrio en barrio, tras vivir una vida percutiendo para popes del jazz latino, solistas de la canción latinoamericana y para un amplio espectro de grupos y referentes de la música popular argentina. Podría estar en Nueva York, pero eligió Córdoba, donde es un personaje amado, respetado y requerido para las grandes puestas de todo aquél que pase por aquí en términos de gira nacional.

Ahora, su morada está en barrio Cofico. Es una planta alta en cuyo living se amontonan varios bongoes, cajones peruanos y un instrumento llamado marimbuela, que parece una mesa de luz con diseño de avanzada. Todos los objetos tienen talladas las letras BBP, que no es otra cosa que el nombre de una Pyme del ritmo que alude a Bam Bam Percusión. Lo de Pyme no es joda, en un nivel superior hay un taller que también hace las veces de sala de enseñanza. Allí, lo primero que se ve es un cajón peruano en proceso de reparación. “Me lo regaló Chabuca Granda hace 30 años. Cada tanto, le hago un lifting”, señala, ya vestido y desayunado (yogur y criollos).
Bam Bam empezó con la música en su más tierna infancia en Lima, con el barrio de Miraflores como contexto. “Es un barrio muy señorial y mi familia era de clase media acomodada, pero nunca muy acomodada del todo (risas). Yo tenía título nobiliario y todo. Soy conde. A los 15 años me dieron un manuscrito firmado por Carlos V que decía algo así como ‘eres conde pero yo tengo la culpa´ (más risas). A los 16 años lo vendí para comprarme una moto. Hace poco me enteré que lo puedo recuperar. Los títulos pontificios se pueden vender; los otorgados por reyes, no. Lo puedo recuperar pero no me interesa. ¿Para qué mierda quiero ser conde?”, dice.

Sobre cómo la música prendió en su vida, recuerda sus años de primaria como intérprete de instrumentos de viento: “Empecé a tocar en la banda de Los Maristas. Empecé con un fluger, una trompeta baja. Después, seguí con el corno francés y una tuba chica. El tema de la percusión se dio cuando pasé del bajo a la batería. Y una vez que mis manos contactaron con algunas superficies, me enamoré. No hubo vuelta atrás”. Lo dicho, hay formas y formas de golpear una superficie.

Y así como músico apasionado continuó la vida de Bam Bam. Hasta que llegó el fin de la secundaria, tiempo en que su padre lo puso ante la conocida disyuntiva de trabajar o estudiar. “Elijo trabajar, y lo hago junto a un amigo que había armado una empresa de extracción forestal. Me asocié con él y enfilé para la selva”, narra Miranda, preparando el terreno para relatar lo que para cualquier mortal sería una experiencia psicodélica. “Me establecí en la selva, junto a la tribu de los indios Ashalinga. Ellos están el Amazonas peruano, en el alto Bucayali. Ahí tengo un hijo, Sharawtonky, que debe tener 27 años”, completa.

-¿Tenés noticias suyas?

-Pocas. Sólo sé que tiene la cara tatuada, que se pinta de rojo. Y que es el cacique. Fue producto de una relación que me ofreció mi suegro.

-¿Tu suegro? ¿Cómo fue eso?

-Él no tenía hijos varones y era cacique. El cacicazgo le resultaba difícil de mantener así. Entonces, me ofrece un siminacuy con su hija, una suerte de convivencia pre matrimonial de dos a tres años, en la cual determinás si tu pareja es el hombre o la mujer de tu vida. Por eso es que entre los indios no hay divorcios. De sus siete hijas, me ofrece elegir una. Y elijo a Rubisha.

-Gozabas de la confianza del cacique.

-Es que era su amigo. Si tenés hijos en ese período de estudio, sin llegar a casarte, está todo bien. Sólo que esos hijos pasan a ser hijos del esposo que la madre encuentre a posteriori. Eso pasó en este caso.

-¿No sentís el poder de la filiación con Sharawtonky?

-No tengo un sentimiento especial más allá de que tiene mi sangre.

-¿Alguna vez viviste un incidente con un animal peligroso?

-Me picó una víbora, pero en cuatro años eso no es nada. Pude salvarme porque me hicieron un tratamiento a base de resina de catagua, que también es venenosa. Pero sólo el veneno mata al veneno.

-¿Tocabas con los Ashalinga?

-Sí, claro. Tenía un bongó, un cajón. Con eso me sumaba a sus ritos.

Lerner, el bailarín. De la selva a Lima para tocar con Chabuca Granda. Y de ahí, a Nueva York para hacerse fuerte en la escena del jazz latino. Fue durante esa efervescencia que Bam Bam Miranda comenzó a tender lazos con la Argentina. “Lerner es el que me trae, en el ´85. Lo conocí en Nueva York, cuando yo estaba en la orquesta de Machito, por su novia Cecilia, que había sido novia de Sidney Potier y Alex Acuña. Después bajaron los bonos y terminó como pareja de Alejandro (risas)”.

“Por entonces -agrega-, él iba a bailar al Village Gate y era un desastre, un pata dura. Con Machito hacíamos lunes Village Gate, y recorríamos en la semana Palladium, Casablanca y Salsarengue Love Boat. Un día vuelvo a Lima y mi vieja me dice ‘te llama un tal Alejandro Lerner´”.

-¿Es cierto que tu primer evento social en Buenos Aires fue ir al cumpleaños de Miguel Abuelo?

-En realidad, fue el segundo. El primero lo viví en El Viejo Almacén, donde un amigo me sentó junto a Hernán Oliva, el violinista de El Cuarteto Centenario, Edmundo Rivero y Virulazo, el bailarín. No entendí nada en toda la noche. Edmundo y Virulazo fueron fundadores de la Academia Argentina del Lunfardo, así que no les entendí un carajo lo que decían.

-¿A quién acompañaste después de Lerner?

-A Liliana Vitale, a Teresa Parodi y a un montón de músicos del rock.

-¿Hiciste buena plata?

-No sé hacer guita. Guita que entra, la gasto. Sé vivir dignamente de mi trabajo.

-Viviste en Nueva York, tocaste con gente que ha ganado Grammy y hasta con Grateful Dead. ¿Cómo es que alucinás con Córdoba, una ciudad donde el chiste de la música se agota rápido?

-Ahí está, es que el chiste con la Mona no se agota tan rápido. Voy a cumplir cerca de 15 años con él. No sé si podría tocar en otro cuarteto. Tiene una actitud más de rock & roll y la banda no resta. Suma. Las bases de La Mona son una aplanadora. En su orquesta no hay un lindo, no está formada por castings sino a partir de audiciones. No importa cómo tengas el culito.

-¿Cómo lo conociste?

-Cuando él fue a tocar a Cemento con Fito Páez. Charlamos algunas cosas y después lo terminé de conocer en Córdoba, por intermedio de Gabriel Braceras. Hicimos un disco que se llamó La Mona Tecno. Tiempo antes, me establecí en Santa Rosa de Calamuchita para dar clases. Laburé un año y me vine a hacer ese disco.

-¿Entonces?

-A Carlos le gustó y me dijo que, después de los carnavales, me contrataba. Faltaban cuatro meses y pensaba que no se iba a acordar, pero se acordó. Empecé un 25 de marzo de 1992, días después de que me fue a buscar personalmente a mi casa de barrio Güemes. Se armó un revuelo bárbaro cuando fue.

-¿No tiene techo tu relación con Jiménez?

-Con él nos queremos, nos odiamos.

-¿Tenés autoridad para vetar temas, por ejemplo?

-Nunca tuve limitaciones para sugerir cosas sobre el patrón rítmico. Y mi opinión, le guste o no, siempre se la doy. Tenemos una relación sincera. Las cosas que le digo a él, ningún otro se atrevería a decírselas.

Fuente: La Voz del Interior

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